En 1348, una enfermedad terrible y desconocida se propagó por Europa, y en pocos años sembró la muerte y la destrucción por todo el continente: la peste negra.
A mediados del siglo XIV, entre 1346 y 1347, estalló la mayor epidemia de peste de la historia de Europa, tan sólo comparable con la que asoló el continente en tiempos del emperador Justiniano (siglos VI-VII).
Desde entonces la peste negra se convirtió en una inseparable compañera de viaje de la población europea, hasta su último brote a principios del siglo XVIII.
Sin embargo, el mal jamás se volvió a manifestar con la virulencia de 1346-1353, cuando impregnó la conciencia y la conducta de las gentes, lo que no es de extrañar.
Por entonces había otras enfermedades endémicas que azotaban constantemente a la población, como la disentería, la gripe, el sarampión y la lepra, la más temida.
Pero la peste tuvo un impacto pavoroso: por un lado, era un huésped inesperado, desconocido y fatal, del cual se ignoraba tanto su origen como su terapia; por otro lado, afectaba a todos, sin distinguir apenas entre pobres y ricos.
Quizá por esto último, porque afectaba a los mendigos, pero no se detenía ante los reyes, tuvo tanto eco en las fuentes escritas, en las que encontramos descripciones tan exageradas como apocalípticas.
El temor a un posible contagio a escala planetaria de la epidemia, que entonces se había extendido por amplias regiones de Asia, dio un fuerte impulso a la investigación científica.
Y fue así como los bacteriólogos Kitasato y Yersin, de forma independiente pero casi al unísono, descubrieron que el origen de la peste era la bacteria yersinia pestis, que afectaba a las ratas negras y a otros roedores y se transmitía a través de los parásitos que vivían en esos animales.
La peste era, pues, una zoonosis, una enfermedad que pasa de los animales a los seres humanos.
El contagio era fácil porque ratas y humanos estaban presentes en graneros, molinos y casas, circulaban por los mismos caminos y se trasladaban con los mismos medios, como los barcos.
La forma de la enfermedad más corriente era la peste bubónica primaria, pero había otras variantes:
La peste septicémica, en la cual el contagio pasaba a la sangre, lo que se manifestaba en forma de visibles manchas oscuras en la piel –de ahí el nombre de «muerte negra» que recibió la epidemia–, y la peste neumónica, que afectaba el aparato respiratorio y provocaba una tos expectorante que podía dar lugar al contagio a través del aire.
La peste septicémica y la neumónica no dejaban supervivientes.
La península Ibérica, por ejemplo, pudo haber pasado de seis millones de habitantes a dos o bien dos y medio, con lo que habría perecido entre el 60 y el 65 por ciento de la población.
La Toscana, una región italiana caracterizada por su dinamismo económico, perdió entre el 50 y el 60 por ciento de la población. En términos absolutos, los 80 millones de europeos quedaron reducidos a tan sólo 30 entre 1347 y 1353.
Los brotes posteriores de la epidemia cortaron de raíz la recuperación demográfica de Europa, que no se consolidó hasta casi una centuria más tarde, a mediados del siglo XV.
Durante los decenios que siguieron a la gran epidemia de 1347-1353 se produjo un notorio incremento de los salarios, a causa de la escasez de trabajadores.
Hubo, también, una fuerte emigración del campo a las ciudades, que recuperaron su dinamismo. En el campo, un parte de los campesinos pobres pudieron acceder a tierras abandonadas, por lo que creció el número de campesinos con propiedades medianas, lo que dio un nuevo impulso a la economía rural.
Así, algunos autores sostienen que la mortandad provocada por la peste pudo haber acelerado el arranque del Renacimiento y el inicio de la «modernización» de Europa.
VER TAMBIÉN ▶ La “Misión Anglosajona”: el juego final de las élites (Video)
Tambien se cuenta que la peste fue provocado por los loritos, quienes envenaron todo sin que la gente se diera cuenta, los aceptaron entre ellos, una vez dentro bordaron un plan para con su enemigo.